
Quedarse dormido en el sofá sin duda siempre ha sido uno de los mejores momentos del día. A Pereira le encantaba esa sensación. No necesitaba más. Él era de sofá. Irse a la cama era una obligación. Acostarse pasadas las 23.30 era una rutina. Un mal adquirido. ¡Una imposición!
No entendía la necesidad de bajar las persianas cuando ya había anochecido. Pereira había desarrollado un terrible desprecio por los despertadores. Había tratado de despertar cuando el sol dictaba el amanecer.
Esa tozudez y esa manía le había generado muchos disgustos y le habían generado varios toques de atención de las señoritas de Recursos Humanos. Entre llegar tarde y salir pronto la balanza no estaba equilibrada. Estaba y sigue estando mucho peor visto llegar tarde. Pereira no entendía y sigue sin entender el motivo.
Para Pereira la agenda se había llenado de palabras creadas a demanda por las «máquinas». Términos que nunca habíamos estudiado se habían convertido en el pan nuestro de cada día. La vida, una constante de notificaciones y convocatorias. Reclamos para “conectarte” y alertas de teleamigos.
Muchos de esos que madrugaban por y para su predisposición a la empresa perdían esa primera hora gestionando esos avisos atrasados por el ansia del leído. Pereira no entendía el motivo.
Ese día, la cita nocturna de Pereira con el sofá se había alargado más de lo habitual y la luz del alba le había avisado de una noche en mala postura. Debía ser temprano , aún no había cambiado la hora y el sol todavía no había terminado de salir.
Para entrar en calor, lo mejor era darse una ducha con el agua bien caliente. Para Pereira en esa casa el agua nunca salía lo suficientemente bien caliente.
Pese a que la caldera era relativamente nueva el agua nunca llegaba a la temperatura deseada. Nunca se lo había dicho a nadie, pero muchas veces lo había pensado. Que cosa más tonta para ser feliz , Pero ese hoy Pereira tenía un humor de perros. Tampoco entendía el motivo.
Pereira esa mañana divagaba profundamente entre la diferencia entre gel y champú. Uno era para el cuerpo y otro para el cuero cabelludo. La higiene con gel y/o champú era un habito adquirido que le habían enseñado pero que realmente nunca se había parado a pensar cual era la diferencia entre uno y otro.
A Pereira le gustaba el Lactovit, no sabia si por la textura o por el olor. El agua, para variar, no estaba lo suficientemente caliente. Por eso había acortado su ducha.
A Pereira lo que más le gustaba era el sofá y las duchas largas. Pero claro, levantarse sin despertador y darse una ducha larga pese a que él entendía que deberían ser dos obligaciones diarias tampoco resultaba siempre tan sencillo. Pereira no entendía la causa.
A Perera le gustaba el café, café. No es que fuera un experto en café, pero le gustaba el café de cafe. Siempre viajaba una Bialleti de 2 tazas en su maleta y un pequeño hornillo de gas para encender el fuego. Había tenido malas experiencias con las inducciones ajenas. En ellas, no disfrutaba de ese olor a café. La moda estaba en tomarse un frapuccino en un vaso de cartón biodegradable con cuchara de madera mientras paseas por la calle o te lo subes a la oficina. Malos tiempos para el espresso. Ya no estaba de moda. La moda era un galgo en Malasaña. La moda no era un cortado y un vaso de soda.
Sin duda, ese fue el indicio de lo que paso. (Ni siquiera los galgos fueron capaces de alertarnos)
– ¡Joder! Este café es una mierda.
Esas fueron las primeras palabras de Pereira en aquella mañana. El café estaba aguado, con una gota de leche se habría convertido en un machiatto. Sin un café decente no había garantía de enfrentarse a aquel día.
Dispuesto a no malgastar más tiempo en berberse ese agua manchada, Pereia abortó . Tiró el café, fregó a mano yencendió su Lucky Stike mañanero para hacer de vientre y tiro la cajetilla vacía. Se cepilló los dientes y se despidió.
-Que tengáis un buen día dijo antes de salir-
Se puso su viejo Barbour y sus Adidas Gazelle y se metió en el ascensor. Tan sólo eran las 09:45. ¡Llevaba una hora de retraso!
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